Treinta y un años.
Más de once mil días.
Y todavía no hay justicia.
La bomba que destruyó la sede de la AMIA no solo mató a 85 personas. No solo dejó más de 300 heridos. No solo arrasó con un edificio. Esa bomba arrasó con la confianza, con la esperanza, con la promesa básica de cualquier democracia: que el Estado nos va a cuidar, que el crimen no va a quedar impune.
Y sin embargo, hasta ahora, quedó.
Treinta y un años después, la causa AMIA es un símbolo: no de memoria, verdad y justicia, sino de encubrimiento, impunidad y vergüenza nacional.
Treinta y un años después, sabemos quién lo hizo. Sabemos quién lo encubrió. Sabemos quiénes miraron para otro lado.
Y aun así, nadie paga.
Lo que debería doler, y mucho, es que ya no duele igual.
Que la memoria se va diluyendo.
Que la indignación se volvió rutina.
Que el acto del 18 de julio se convirtió, para muchos, en una postal ajada, una ceremonia automática, un trámite simbólico.
Treinta y un años después, la comunidad judía argentina sigue esperando.
No porque sea más importante que otras víctimas del terrorismo o de la impunidad. Sino porque esta tragedia ocurrió en el corazón de Buenos Aires, en plena democracia, a plena luz del día.
Porque fue el atentado más brutal de la historia argentina.
Y porque la herida sigue abierta.
No alcanza con discursos. No alcanza con placas. No alcanza con minutos de silencio.
Lo que falta, lo que siempre faltó, es voluntad política real. Valor institucional. Compromiso del Estado con la verdad, cueste lo que cueste.
Y justicia. Justicia de verdad.
Porque sin justicia, no hay paz posible.
Y sin memoria viva, el olvido se convierte en complicidad.
Treinta y un años después, lo mínimo que podemos hacer es no resignarnos.
No callarnos.
No olvidar.
Nunca.
Justicia, justicia perseguirás.
