En Argentina tenemos una rara condición social: cuando un político roba, el escándalo dura lo que dura la espuma en un vaso de gaseosa. Pasan los días, cambian los títulos, y de pronto descubrimos que la indignación pública tiene fecha de vencimiento. Pero lo que no caduca, jamás, es el apetito de quienes, luego de llenarse los bolsillos con la plata de todos, se aferran a ella como si fuera un derecho adquirido.
La frase que se le atribuye a Daniel Muñoz, secretario de los Kirchner, sobre las coimas es la mejor muestra de ello: “acá nadie robó nada. Esto es la comisión que se le cobra a la Patria por hacer las cosas bien»
Cristina Fernández de Kirchner es la mejor exponente de esa escuela. No hablamos ya de sus causas judiciales, de los bolsos, las bóvedas o los hoteles milagrosamente rentables. No. Hablamos de una señora que, después de haber presidido el país dos veces y de haber amasado, ilegalmente, un patrimonio digno de un jeque, se planta con la serenidad de quien cree que todo lo que tiene es legítimo, aunque gran parte provenga de un festival de corrupción que haría sonrojar a cualquier república bananera.
La idea de devolver lo que se afanó, para ella, es tan absurda como devolver un regalo de cumpleaños. “¿Cómo voy a devolver algo que me gané?”, pensará. En su imaginario, ese dinero es fruto de su talento político, de su capacidad de “militar el modelo” y, por qué no, de esa mística épica con la que todavía seduce a miles de idiotas útiles.
Mientras tanto, la Justicia avanza a paso de tortuga reumática y los argentinos miramos, con una mezcla de resignación y cinismo, cómo la ex vicepresidenta vive rodeada de lujos, custodia y confort, como si su paso por el poder hubiese sido un servicio desinteresado a la patria y no un negocio monumental.
Cristina no quiere devolver la que se afanó. Recurre a cuanto artilugio legal existe. Porque en el manual del kirchnerismo, admitir el robo es perder el relato, y perder el relato es perderlo todo. Mejor seguir sosteniendo que fue una víctima de “lawfare” y esperar a que el tiempo, la confusión y el olvido hagan su trabajo.
En el fondo, para ella y para tantos otros, el dinero mal habido no tiene mancha. El que se mancha es el que quiere recuperar lo robado.
