EL ALGORITMO DEL CAOS: VERDADES ROTAS, LEALTADES CIEGAS

Hay una nueva forma de hacer política. No es una ideología, no es un programa, no es un liderazgo carismático al estilo clásico. Es, más bien, una técnica de demolición emocional: la ira como motor, el absurdo como sello, el caos como bandera.

Los líderes populistas del siglo XXI no se presentan como lo que son, sino como lo que sus votantes quieren ver. Si son inexpertos, no importa: su torpeza es interpretada como autenticidad. Si dicen barbaridades, mejor: eso demuestra que no son parte de la corrección política ni de los salones ilustrados. Su falta de trayectoria no se vive como una carencia, sino como la prueba definitiva de que no pertenecen a “la casta”.

Este nuevo populismo no busca unir a las mayorías, sino sembrar irritación en cada rincón posible. Ya no se trata de representar a un pueblo homogéneo, sino de encender la furia de todos los pequeños bandos resentidos, aunque se contradigan entre sí, y amalgamarlos bajo un mismo enemigo común: las élites, el sistema, los otros.

La estrategia es quirúrgica: no apunta al consenso, sino al antagonismo. No se gana en el centro, se gana incendiando los bordes. La lógica no es la de la razón, sino la del espectáculo. La coherencia programática da paso a una lógica escénica, donde lo importante no es decir la verdad, sino decir lo que rompe, lo que hiere, lo que viraliza.

En este escenario, la mentira no es un error, es una herramienta. Las fake news, lejos de ser un defecto, se transforman en símbolo de pertenencia. Porque para muchos, hoy, creer en lo absurdo es más fuerte que adherir a lo evidente. No cualquiera se anima a repetir que la Tierra es plana o que hay un plan secreto de dominación global. Pero quienes lo hacen, se reconocen, se abrazan, se agrupan. Y una creencia compartida, por más delirante que sea, genera comunidad.

No se trata de convencer con datos, sino de fidelizar con relatos. El exabrupto es una declaración de identidad. En ese mundo, cuanto más inverosímil sea lo que se dice, más claro queda que quien lo repite no lo hace porque es cierto, sino porque eligió a su líder y su causa, más allá de la razón. La lealtad se mide en cuán lejos se está dispuesto a ir por la ficción compartida.

En ese clima, quien intenta refutar con argumentos o pedir prudencia se transforma en un ñoño. El que desarma una mentira se convierte en cómplice del sistema. Y así, el populismo de nuevo sello se convierte en una fiesta disonante, donde el bufón le roba el centro de la escena al sabio y el espectáculo reemplaza al debate.

Pero este circo no es ingenuo. Tiene razones materiales de fondo. La bronca que alimenta a muchos de estos movimientos viene de un lugar real: del abandono, de la desigualdad, de las promesas rotas de un sistema que durante años funcionó para unos pocos. El algoritmo de quienes promueven el caos es eficaz porque hay combustible para encenderlo.

Por eso, combatir el populismo no es burlarse de sus excesos ni ridiculizar a sus seguidores. Es entender qué los empujó hasta ahí. Porque si seguimos hablando solo entre nosotros, si seguimos confiando en que los hechos se explican solos, si seguimos creyendo que la política es una conversación entre cultos, lo único que vamos a lograr es ceder más espacio a los que no vienen a conversar, sino a incendiar.

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