El nuevo antisemitismo no se viste con esvásticas ni proclamas raciales. Ya no necesita camuflarse: se viraliza. No es una doctrina, ni una conspiración orquestada desde las sombras. Es, más bien, un patrón emocional, una lógica de comunidad basada en la furia, en el absurdo y en la necesidad de pertenecer a algo, aunque sea a una mentira.
Hoy, odiar a los judíos no se justifica desde la teología ni desde el nacionalismo: se justifica desde el relato. Es un odio que no necesita pruebas, solo imágenes recortadas, titulares incendiarios y una causa prefabricada. Se trata de construir sentido a partir del delirio compartido: que Israel controla el mundo, que los judíos financian guerras, que manejan medios, bancos, pandemias, el clima.
No cualquiera se anima a repetir esas barbaridades. Y sin embargo, quien lo hace, entra a un club. Un club sin carnet, sin programa, sin estatutos, pero con una identidad sólida: los que “ven la verdad” detrás de la mentira oficial. Creer en lo inverosímil se vuelve una señal de lealtad. Una afirmación de independencia. Como si repetir disparates fuese más valiente que pensar.
El antisemitismo contemporáneo ya no necesita de argumentos. Se alimenta de sospechas, de gestos ambiguos, de fotos sin contexto. Es un populismo emocional que reemplaza la razón por el eslogan, el dato por la sospecha. No quiere convencer: quiere provocar. Y cuanto más absurda sea la afirmación, más fuerte es el lazo entre quienes la repiten.
En ese clima, la prudencia es cobardía. El matiz es traición. El que pregunta es un vendido. Y el que defiende a un judío, o simplemente pide contexto, es acusado de cómplice del genocidio, del imperialismo o de lo que toque esa semana. No hay conversación posible. Solo linchamientos exprés, juicios públicos en Twitter, muros de Instagram llenos de banderas que se activan como reflejo y se olvidan con la misma velocidad.
Pero el antisemitismo viral no es solo ignorancia ni mala fe. Tiene raíces profundas. Se cuela por las grietas reales del sistema: la desigualdad, el miedo, el desconcierto frente a un mundo que cambia rápido y no explica nada. Y en ese escenario, el judío vuelve a ser el chivo expiatorio perfecto: poderoso para unos, invasor para otros, victimista para todos.
Porque al final, no se odia al judío por lo que hace, sino por lo que representa. Un espejo incómodo de la historia de Occidente. Una minoría que no se disuelve. Una identidad que resiste. Y en un tiempo donde todo debe ser líquido, ambiguo, desconstruido, que exista algo que aún se nombra a sí mismo con orgullo es intolerable.
Combatir este nuevo antisemitismo no es solo desmentir cada fake news. Es entender el ecosistema que lo sostiene: la necesidad de creer en algo, aunque sea falso; de pertenecer a un grupo, aunque sea de odiadores. Y es, sobre todo, no ceder al cinismo de pensar que todo lo viral es banal. Porque no hay nada más serio que una mentira que se vuelve creencia. Y no hay nada más peligroso que un odio que se disfraza de causa justa.
