La ONU nació con la promesa de garantizar la paz, la justicia y la cooperación entre las naciones. Pero en el caso de Israel, hace décadas que abandonó esa misión para transformarse en algo muy distinto: una maquinaria sistemática de demonización. En cada resolución, en cada comisión, en cada declaración, lo que predomina no es la búsqueda de la verdad ni el anhelo de justicia, sino un antisemitismo apenas maquillado de diplomacia.
Basta revisar las cifras: año tras año, más del 70% de las resoluciones del Consejo de Derechos Humanos están dirigidas contra Israel. No contra Irán que cuelga homosexuales en plazas públicas, no contra Siria que masacró a cientos de miles de sus propios ciudadanos, no contra China que encierra a minorías en campos de concentración. El obsesivo blanco es siempre el mismo: el Estado judío.
Este ensañamiento no es casualidad. La ONU ha sido capturada por bloques de países autoritarios y teocráticos que odian a Israel por lo que representa: una democracia próspera en medio de dictaduras, una sociedad abierta en medio de regímenes cerrados, un pueblo que eligió vivir libre. Ese odio encuentra eco en burocracias internacionales que prefieren repetir clichés sobre “ocupación” antes que reconocer las masacres terroristas contra civiles israelíes o los secuestrados aún cautivos en Gaza.
Pero no se trata solo de palabras. La complicidad de la ONU con los enemigos de Israel tiene pruebas concretas. Empleados de la UNRWA participaron activamente de la masacre del 7 de octubre. Un estudio reciente reveló que Hamás utilizó escuelas de esa misma agencia para adoctrinar y radicalizar a niños. Las fuerzas de paz en el Líbano, supuestamente destinadas a garantizar la aplicación de la resolución 1701del Consejo de Seguridad, se convirtieron en cómplices de Hezbolláh, permitiendo su presencia en zonas prohibidas, su rearme, e incluso que desde sus proximidades se escondieran arsenales y se dispararan cohetes contra Israel. Y en Gaza, la propia ONU es la que demora y obstaculiza la distribución de ayuda humanitaria, mientras acusa falsamente a Israel de bloquearla.
Lo más perverso es que esa campaña no daña solo a Israel. Alimenta el antisemitismo global, legitima ataques contra judíos en todo el mundo y refuerza la narrativa de quienes justifican el terrorismo como resistencia. La ONU, en lugar de ser garante de paz, se ha convertido en proveedora de propaganda para Hamás, Hezbolláh y todos los que sueñan con borrar a Israel del mapa.
Frente a este panorama, la pregunta ya no es por qué la ONU actúa así, sino hasta cuándo se le permitirá seguir haciéndolo sin pagar costo alguno. Si una institución creada para proteger los derechos humanos los viola cada vez que se trata del pueblo judío, entonces su credibilidad está muerta. Y cuando la hipocresía se convierte en regla, la verdadera justicia solo puede llegar desde afuera, desde quienes todavía creen en la verdad y no en las votaciones manipuladas por tiranías.
Israel seguirá existiendo, con o sin resoluciones hostiles. Lo que está en juego es otra cosa: la moral del mundo libre frente al antisemitismo más descarado de nuestra era.
