El antisemitismo desatado detrás de la falaz causa palestina

Los hechos recientes en España, Uruguay y en distintas ciudades europeas nos devuelven a una realidad que creíamos superada: el antisemitismo agresivo y abierto que actúa ya sin disimulo. Irrupciones para amedrentar frente a escuelas, amenazas a niños, pintadas en comercios: no son manifestaciones aisladas. Son parte de una ofensiva sostenida que crece en impunidad y con la complicidad, cuando no la anuencia, de gobiernos de izquierda que miran para otro lado o reciclan el mismo relato que alimenta el odio.

Los agresores se amparan bajo una bandera que se ha vuelto excusa recurrente: la falaz causa palestina. Una narrativa construida para justificar el odio y maquillar la barbarie. Que no te vendan más la falaz causa palestina, solo pretenden la desaparición del Estado de Israel y del pueblo judío.

Porque hay que decirlo con claridad: la llamada causa palestina nunca existió en los términos que hoy se proclaman. Nunca hubo un país llamado Palestina ni un pueblo palestino hasta 1964. Lo que hubo fue Judea, tierra judía desde antes del siglo X a. C., rebautizada “Palestina” por los romanos en el siglo II d. C. Lo que hubo fue un reparto territorial y luego rechazos y guerras por parte de los países árabes que buscaron la eliminación del incipiente Estado judío. Lo que se presenta hoy como victimización es, en muchos casos, la prolongación de una estrategia política, y bélica, que atacó desde siempre a Israel.

Gaza pudo haberse transformado en Dubai; en cambio eligieron ser como el Líbano: túneles para la guerra, túneles para el terror. Millones dirigidos a una infraestructura terrorista y no al progreso de la gente. Si hubiera una verdadera causa palestina, esa causa debería señalar a quienes rechazaron la posibilidad de un Estado propio y a los terroristas que sumieron a su gente en la tragedia.

Y hay algo que debería ser esclarecedor para cualquier observador con dos dedos de frente: Si no piden por la liberación de los secuestrados y la rendición de Hamás, no quieren el fin de la guerra, quieren la capitulación de Israel. El resto es puro cuento.

Ese enunciado no es una hipérbole. El que grita ser “genocidado” podría frenar el supuesto “genocidio” liberando a los secuestrados. No lo hace, tras casi dos años. Y los que proclaman “el fin de la guerra” tampoco le reclaman a Hamás que libere a los cautivos.

Son dos caras del mismo engaño: una campaña narrativa que demanda concesiones unilaterales a Israel mientras obvia la condición básica para cualquier negociación digna, la devolución de los secuestrados, y se niega a pedir responsabilidades a los verdaderos verdugos.

Hoy, en occidente, esa retórica alimenta plazas, campus universitarios y hasta políticas públicas. Y a la sombra de ese discurso crece el antisemitismo. Lo disfrazan de “solidaridad”, pero es odio viejo con ropaje nuevo. No se lucha por derechos cuando se celebra a quienes tienen a rehenes en túneles; no se pide paz cuando no se exige la liberación de los secuestrados.

Por décadas nos preguntamos: ¿cómo ciertos hechos nefastos de la humanidad pudieron suceder ante el silencio cómplice de la mayoría?, a la vez que nos repetíamos que nunca más sucederían. No solo vuelven a suceder, sino que el silencio del mundo es ensordecedor.

Frente a eso, el mundo de bien, gobiernos, partidos, intelectuales, periodistas y ciudadanos, tiene una obligación moral ineludible: denunciar el antisemitismo en todas sus formas, desenmascarar la falacia de las consignas que piden rendiciones y no justicia, y exigir la liberación de los secuestrados como condición de cualquier reclamo legítimo. Defender la verdad histórica y proteger a comunidades vulnerables no es una posición ideológica: es decencia elemental.

Hoy no es momento de callar. Es momento de decir con claridad que no nos engañan, que no nos intimidan, y que el pueblo judío seguirá en pie, como lo ha hecho a lo largo de los siglos. Y también de exigir que quienes se dicen defensores de la paz empiecen por pedirle a Hamás lo más elemental: que devuelva a los secuestrados.

Porque el resto, repito, es puro cuento.

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