Hay momentos en los que la Argentina queda brutalmente expuesta. No se trata de un exabrupto aislado, ni de un grupo de adolescentes “que no saben lo que dicen”. Lo ocurrido en un viaje de egresados, donde alumnos de la escuela “HUMANOS” cantaban “hoy quemamos judíos”, es la síntesis obscena de un problema mucho más profundo: el antisemitismo que se siente con permiso de volver a gritar.
Quienes quieren relativizarlo apelan al clásico “eran chicos” o “solo era una canción”. Pero ese mismo argumento se utilizó demasiadas veces en nuestra historia para justificar lo injustificable. El antisemitismo no nace en un micro de egresados, se cultiva en la casa, en los chistes que parecen inofensivos, en los prejuicios transmitidos como herencia familiar, en la escuela que mira para otro lado, en la sociedad que prefiere banalizar en lugar de condenar.
Tan grave como la frase en sí misma es la naturalidad con la que fue entonada. Cantaban, se reían, filmaban. ¿Qué significa esto? Que la idea de “quemar judíos” ya no aparece como un límite moral infranqueable, sino como parte de un repertorio aceptable, algo con lo que se puede bromear, aunque implique revivir los hornos de Auschwitz o la masacre del 7 de octubre de 2023.
En un país que se precia de su memoria y que hace culto del “Nunca Más”, lo mínimo esperable es una reacción contundente. No alcanza con un comunicado tibio de repudio. No alcanza con sanciones administrativas. Se necesita una condena social clara y sostenida. Porque el silencio o la relativización solo abonan a que estas expresiones se repitan.
El antisemitismo es la puerta de entrada de todas las formas de odio. Cuando se legitima reírse de “quemar judíos”, mañana será normal burlarse de cualquier otra minoría, justificar la violencia contra el distinto, o habilitar la persecución de quien piense diferente.
Este episodio nos enfrenta a una pregunta incómoda: ¿qué valores transmitimos a nuestros hijos? Si a los 17 años un chico canta que quiere “quemar judíos” y nadie se alarma, entonces la falla no está solo en ellos: está en todos nosotros.
La educación no es solo matemática, lengua e historia. Es también la transmisión de límites éticos que no se negocian. Y uno de esos límites es muy simple: con el genocidio no se juega. Nunca.
