KIRCHNERISMO NUNCA MÁS

Hay frases que no se pronuncian a la ligera. “Nunca más” es una de ellas. En la historia argentina, esa expresión quedó marcada como un grito de memoria y advertencia: no repetir los horrores del pasado. Hoy, aplicarla al kirchnerismo no es una exageración retórica, sino una necesidad política, social y moral.

Porque el kirchnerismo no fue solo un ciclo de gobiernos. Fue un proyecto de poder delictivo que colonizó el Estado, distorsionó las instituciones y moldeó una cultura política corrosiva. No se limitó a administrar: construyó un sistema en el que la lealtad partidaria estaba por encima de la ley, donde la militancia era la llave para conseguir recursos y donde la corrupción dejó de ser un desvío para convertirse en método.

El daño no se mide solo en causas judiciales ni en bolsos voladores. Se mide en el deterioro del mérito, en la degradación del debate público, en el adoctrinamiento disfrazado de educación, en el uso faccioso de la justicia y en un relato que justificó cualquier atropello con tal de conservar el poder. Se mide en una grieta que no unió a la gente detrás de una causa común, sino que dividió familias, amigos y comunidades.

Decir “Kirchnerismo nunca más” no significa negar la historia ni demonizar a todos sus votantes. Significa comprender que hay patrones que no podemos volver a tolerar: la impunidad estructural, el clientelismo como forma de control social, la utilización de la pobreza como capital político y la construcción de liderazgos mesiánicos que se creen dueños de la verdad.

El kirchnerismo se presentó como un proyecto de inclusión, pero terminó excluyendo a todo aquel que no se subordinara. Se proclamó defensor de los derechos humanos, pero calló frente a dictaduras amigas. Prometió soberanía, pero hipotecó el futuro con deudas políticas y económicas que hoy seguimos pagando.

Hoy, más que un eslogan, “Kirchnerismo nunca más” debería ser un compromiso colectivo. No solo de un gobierno o de una fuerza política, sino de toda una sociedad que aprendió, a fuerza de crisis, escándalos y decepciones, que la democracia no sobrevive si se confunde con un culto a la personalidad, si se manipulan las reglas, si se vacían las instituciones.

Porque si no somos capaces de poner límites claros, lo que pasó puede volver a pasar. Y entonces, como tantas veces en nuestra historia, no habremos aprendido nada.

El “nunca más” no es un punto final: es un punto de partida. El de un país que se anima, por fin, a dejar atrás las trampas del pasado y construir un futuro sin kirchnerismo… y sin sus réplicas disfrazadas.

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