El peronismo no está cayendo: se está desintegrando desde adentro. Lo que vemos hoy no es una derrota electoral, sino el colapso final de un movimiento que dejó de creer en sí mismo hace tiempo. El mito ya no convence ni a sus propios herederos. La marcha peronista ya no moviliza: incomoda. Los dedos en V, que alguna vez fueron símbolo de victoria, hoy espantan. La maquinaria que alguna vez organizó el poder, hoy organiza su propia extinción.
Durante décadas, el peronismo fue el gran administrador del Estado argentino. Gobernaba o condicionaba a quien lo hiciera. Controlaba sindicatos, provincias, universidades, organismos, jueces, medios. Era una red que sobrevivía incluso cuando perdía. Pero esa estructura ya no existe. Los sindicatos son cascarones vacíos, las provincias feudales están quebradas, y los dirigentes que supieron usar el relato nacional y popular hoy se pelean por cargos menores.
El kirchnerismo fue el último intento de reanimar el cadáver. Néstor lo revistió de épica y Cristina de fanatismo. Pero lo que comenzó como una resurrección terminó siendo una mutación: el peronismo kirchnerista no gobernó, parasitó. Usó la marca, exprimió sus símbolos, y la dejó agotada. Hoy, ni los propios intendentes quieren llamarse peronistas.
Y a esa decadencia se suma ahora una feroz interna que acelera la implosión. Gobernadores contra La Cámpora, viejos barones contra dirigentes jóvenes, intendentes que esconden los símbolos, sindicatos que se disputan los restos del poder perdido. Cada sector cree que puede heredar las ruinas del movimiento, pero en el intento lo destruyen más rápido. Nadie conduce, nadie obedece, nadie confía. Los mismos que ayer juraban lealtad hoy se acusan entre sí de traidores. El fuego amigo es lo único que sigue encendido.
El peronismo se volvió una palabra tóxica. Nadie sabe bien qué significa. Para unos, es justicia social; para otros, feudalismo. Para los viejos, es Perón y Evita; para los jóvenes, una broma histórica. Perdió su columna vertebral, su doctrina y su destino. Lo único que queda es una nostalgia vacía y una red de dirigentes que todavía creen que pueden sobrevivir sin ideas, solo con poder. Pero el poder se les fue.
Hoy Milei gobierna, y el peronismo no sabe si oponerse, negociar o rendirse. Hay silencio, confusión, fuga. El partido que se jactó de ser “el movimiento del pueblo” está reducido a la nada misma.
El final no será con un estallido, sino con una implosión moral y política: cuando el último peronista crea más en su conveniencia que en su liturgia. Ese momento llegó. El peronismo no fue derrotado por Milei, ni por la derecha, ni por el tiempo. Fue derrotado por sí mismo, por haber olvidado lo único que alguna vez lo hizo fuerte: creer que representaba algo más grande que sus dirigentes.
Hoy ya no representa nada.
Y finalmente, contra todos los pronósticos, Argentina está aprendiendo a vivir sin él.

