Durante décadas, la política argentina se sostuvo sobre relatos. El peronismo construyó el mito de la justicia social; el kirchnerismo lo transformó en épica de resistencia; y el mileísmo, en su versión más reciente, lo reemplazó por la rebelión contra “la casta”.
Cada época tuvo su historia fundacional. Cada líder, su relato.
Pero hoy, la política argentina ya no cuenta nada. Solo repite consignas vacías que ya nadie escucha.
El peronismo perdió su alma.
El kirchnerismo agotó su épica.
Y el mileísmo corre el riesgo de convertirse en aquello que juró destruir: un sistema que se alimenta del enojo, pero no construye esperanza.
El poder ya no seduce ni convence. Solo grita.
Y cuando el grito se vuelve rutina, deja de ser rebeldía: se transforma en ruido.
Durante años, los gobiernos prometieron sentido: justicia social, inclusión, soberanía, libertad. Hoy el discurso político es apenas un reflejo gastado de esas palabras. Nadie cree en los relatos de la justicia social cuando la pobreza supera el 50%. Y nadie defiende una épica que no se traduce en futuro.
La política argentina entró en un terreno inédito: el del descreimiento total.
Ni la izquierda puede explicar el fracaso de su moral económica, ni la derecha logra justificar la falta de resultados concretos.
El centro está agazapado, y con él, la moderación.
Todo se volvió tribuna, meme y polarización.
Mientras tanto, la gente vive entre la supervivencia y la resignación, mirando cómo la dirigencia se pelea por micrófonos que ya no comunican nada.
Sin embargo, hay excepciones. En algunos lugares, la gestión reemplazó al relato y los resultados hablan por sí solos. Provincias y municipios donde se gobierna con eficiencia, planificación y transparencia, sin gritar ni prometer revoluciones. Lugares donde la política recuperó su función más básica: resolver problemas. Allí donde la gestión es de excelencia, el relato sobra. Y, paradójicamente, es donde la gente vuelve a creer.
El relato político fue siempre una forma de ordenar la realidad.
Pero cuando el relato se impone sobre la realidad, se convierte en mentira.
Y eso fue lo que ocurrió: la política argentina confundió comunicación con construcción, discurso con gestión, relato con verdad.
El resultado es este: una sociedad cansada, descreída, que ya no busca líderes, sino sentido común. Que ya no quiere épica, sino resultados. Que ya no necesita que le hablen, sino que la escuchen.
La pérdida del relato no es solo un síntoma de la política: es su espejo.
Porque sin relato, la política pierde su función más profunda: imaginar un país posible.
Pero tal vez, en ese vacío, haya una oportunidad.
Si se acaba el relato, puede empezar la verdad.
Y solo desde la verdad se puede volver a construir esperanza.
