Durante años, caminar por algunas zonas de la Ciudad de Buenos Aires implicó pagar un peaje informal. Un billete para estacionar. Otro para evitar daños. A veces con tono amable, otras con una amenaza envuelta en cortesía. Los trapitos no eran simples cuidacoches: se convirtieron en la expresión barrial de una economía paralela, amparada por la inacción del Estado y la connivencia de sectores políticos.
Hoy, el gobierno porteño le declaró la guerra a esa mafia. Y lo hace con una narrativa de orden, de limpieza, de “recuperar la calle”. Detrás de la retórica, hay operativos, cámaras, detenciones.
Porque la verdad incómoda es esta: no todos los trapitos son parte de una red delictiva, pero muchos sí lo son. No todos extorsionan, pero varios operan con impunidad, organizados, turnándose esquinas como si fueran puestos sindicalizados. Hay zonas “asignadas”, tarifas implícitas y castigos a quienes no pagan.
¿Quién los protegía? ¿Quién miró para otro lado durante tanto tiempo? ¿Quiénes se beneficiaron de ese poder paralelo en los barrios de la noche, en las inmediaciones de canchas y recitales, en zonas donde el Estado solo aparecía en forma de grúa o fotomulta?
Durante los ocho años de gestión de Horacio Rodríguez Larreta, el problema no solo persistió, se consolidó. Se sabía quiénes eran, dónde operaban, cómo funcionaban. Y no se hizo casi nada. No por falta de herramientas legales, sino por falta de decisión política. Porque tocar esa red también significaba incomodar alianzas barriales, estructuras que garantizaban “orden” a su manera, o evitar escándalos cerca de los estadios.
Combatir a los trapitos no es solo un tema de tránsito. Es una discusión sobre el uso del espacio público, sobre el derecho a circular sin miedo ni extorsión.
La gestión de Jorge Macri hace del orden una bandera. Muchos vecinos agradecen las primeras señales de cambio, pero el verdadero desafío será el de sostenerlo.
De a poco las calles vuelven a ser de todos, no de quienes la administran con amenazas.
